CUESTIÓN DE FAMILIA

¿Te acuerdas, mi amor, que más de una vez te dije que el ser humano era capaz de concentrar tal cantidad de energía en el momento preciso de su muerte permitiéndole trasladarse hasta en imagen al lugar que quisiera? Y, después de esa frase rotunda y rimbombante, mientras degustaba el té hirviente en mi tazón de siempre, te disparaba la misma historia del brasileño de Minas Gerais que se encontró con una mujer herida en medio de la noche y la carretera, y que clamaba ayuda para su pequeño hijo herido después del volcamiento de su auto, y que su esposo había muerto, y que por favor se apurara, y que el conductor protagonista de la historia, olvidándose del carnaval y de los litros de cachaza que traía encajados en el obeso cuerpo, corrió y vio el vehículo destrozado, el esposo muerto, y encontró, al lado del pequeño que lloraba, a la misma mujer de la carretera que le rogaba ayuda, también destrozada y muerta.

Y te decía todo aquello para convencerte de que todos en mi familia avisan cuando mueren. Y te hablaba de la tía Eginalda que se había trasladado a Santiago, con camas y petacas, después de aquella única ocasión que había ido a prender velas para el primer aniversario de la muerte de la tía Rosaura y que había sentido su voz y cuando giró la vio por dos segundos vestida con su traje de novia, y te contaba de su enamoramiento de la cigarrera de cristal (eterna fumadora) que tenía mi madre y que se la pedía de regalo cada vez que volvía de la capital, y de esa noche que sentimos pasos en el largo pasillo y del ruido de vidrios rotos que produjo la exclamación de mi madre: ¡Federico –gritó ella– se quebró la cigarrera (la de la tía Eginalda, pensé yo). Y mi viejo, sin preocupación, manifestó que los pedazos los recogeríamos al día siguiente. Y que, al levantarnos, todo estaba intacto y que a medio sol había llegado el telegrama comunicando el fallecimiento de la tía a la hora exacta de la supuesta caída de la cigarrera. Y te contaba lo del abuelo Nicomedes y de cuando aparecieron, sin explicación alguna, sus bototos sin cordones a los pies de la mecedora vacía que iniciaba su vaivén sin que nadie la impulsara, en el preciso instante que, apretando las manos de la tía Rosaura y justo cuando yo entraba a su habitación, dejaba de respirar… Y de la tía Rosaura, la linda tía Rosaura que, de pura desilusión y desnucada por la máquina fotográfica que iba a registrar su peregrinaje al santuario de la Virgen del Rosario, en sus últimos días de soltera, producto del accidente en el recorrido, llegó a golpear tres veces la puerta del conventillo, ése que quedaba al lado del restaurante “María Angélica”, para comunicarnos que no se podría casar. Y de mi querido viejo Federico que, justo a las 20:20 de una incipiente noche de marzo, cuando el verano se negaba a batirse en retirada de mi tierra natal, recorrió dos mil sesenta y ocho kilómetros hasta Santiago para contarme, en una antigua casona de la calle Catedral, donde pasaba mis primeros días de universitario provinciano, que la vida se le escapaba, para pedirme que me cuidara, que acompañara a mi madre, para gritarme –en un hilo de voz– que el viento que no entraba por sus bronquios asmáticos, congelados hacía tiempo en el hielo de las amanecidas pescadoras, se lo llevaba como volantín cortado quizás adónde.

Y te hablaba, entonces, de que se había comprobado, mediante complicados sistemas controlados por escaners, electros y básculas, que perdemos entre tres y cinco kilos cuando el corazón deja de latir y el cerebro deja de funcionar, como cuando el almacenero de la esquina milagrosamente hacía perder, con la antigua puruña, unos cuantos gramos del kilo que acababas de comprar.

Y me acordaba de mi profesora de ciencias naturales y de su aversión a todo lo aceptado sin preguntas o con respuestas hechas.

Y te decía, mi amor –¿te acuerdas? –, que a eso que se pierde, los católicos y las católicas, como tú, le llaman alma y los que no creemos le llamamos energía y, entonces, me enfrascaba en un monólogo en torno a aquella fuerza que mueve todas las cosas del universo y de cómo esa fuerza que mueve todas las cosas del universo libera, en su movimiento constante, esas energías individuales que vuelven a ser energía en otro cuerpo, en otra estructura.

Y tu formación católica, apostólica y romana te hacía abrir desmesuradamente los ojos y pensabas que la reencarnación era una posibilidad y te sentías culpable y pecadora, pero por sobre todas las cosas pensabas que el prometido día del juicio final –y de la correspondiente resurrección de la carne– sería un caos tremendo, porque Dios no sabría jamás a cuál de todos los cuerpos entregarle el alma respectiva, y tú podrías no encontrar los ojos que dices amar; las manos que dices amar; la voz que dices amar; porque el alma del cuerpo que amas podría estar en otro cuerpo, un cuerpo sin esos ojos, sin esas manos, sin esa voz.

Y siempre que toco el tema, te quedas mirándome con ojos tristes y sin rebatirme, no porque yo sea poseedor de la verdad absoluta, sino porque no encuentras los recursos para defender el cielo, para defender el paraíso, para defender la vida eterna. Y yo te sigo diciendo que no te preocupes, que la fe, y en eso no se metía la profesora de ciencias, se asume sin preguntas y que preguntarse –como discurseaba el cura Ruiz en mis infantiles clases de religión– es dudar y dudar es pecado. Y tú quieres creer, o necesitas creer y, a pesar de que me sigue gustando echarle una miradita a las cartas de la brisca, a mí no me molesta porque, después de todo, nunca he sido un comecuras.

Discúlpame, mi amor, como tú sabes siempre hablo demasiado. De verdad, no te preocupes por la caída de mi tazón favorito, ése que tiene grabado mi nombre y el de la abuela Jacinta, desde el armario de la cocina.

No te asustes. Sólo cuida mucho al “Melquíades” y convence a cada uno de los niños para que tengan su propio animalito negro…

Es que, en mi familia, como el abuelo Nicomedes, las tías Rosaura y Eginalda, la abuela Jacinta y mi papá Federico, todos avisamos nuestra muerte.

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