-¡Mamá, mamita… la gallina negra amaneció con las patas tullidas!
La hija corre, con sus infantes años alarmados, desde el fondo del patio de la antigua casona, donde se levanta pluma tras pluma el eterno gallinero familiar, para dar la terrible noticia.
-¡Que bueno, hijita- responde aliviada la mujer, mientras continua revolviendo, en la tiznada olla de fierro, el sabroso guiso del día que se fecunda al calor de los leños.
-Pero, mamita ¿cómo puedes decir que es bueno que la gallina negra haya amanecido con las patitas tiesas y echadas para atrás…?
-Sí, que bueno, hijita que hayamos tenido una gallina negra, porque el mal que nos lanzaron cayó sobre ella y no sobre nosotros…
¿Sabiduría popular? ¿Superstición? ¿Paganismo? Preguntas que, difícilmente, podríamos llegar a responder con los conocimientos que hoy tenemos y con las posiciones personales que cada uno haya ido construyendo en su diario acontecer. Lo concreto y lo insoslayable es que hoy, en pleno siglo veintiuno, la mayoría de los habitantes del continente siguen funcionando con estas referencias y construyendo sus vidas en la doble dimensión de lo real y de lo maravilloso, como la definió el cubano Alejo Carpentier, transformándola en una dimensionalidad indivisible y absolutamente necesaria para la trascendencia.
Gabriel García Márquez, con ocasión de la ceremonia en que la Academia Sueca del Premio Nobel de Literatura, le hace entrega de la distinción, el 8 de diciembre de 1982, inicia su discurso citando las crónicas de Antonio Pigafetta, un pequeño libro en la que el autor asegura haber “visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas de los machos, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara”. García Márquez afirma, en relación a estas crónicas, que “ya se vislumbran los gérmenes de nuestra novela de hoy”.
Seguramente, nuestro insigne y fundamental escritor se refiere a la estructura gráfica de la observación y de la oralidad, transformada en escritura, porque no creemos, en absoluto, que plantee los inicios de lo real maravilloso, o realismo mágico como lo utilizó el venezolano Arturo Uslar Pietri aplicándolo a toda la literatura hispanoamericana, siendo un conocedor profundo de las cosmogonías ancestrales de nuestros pueblos.
Porque lo real maravilloso, a nuestros ojos y a nuestros oídos en nuestro continente, existe desde Mama Ocllo con su irreversible fertilidad altiplánica hasta la inmortalidad de la vida de la Cultura Chinchorro en las costas pacíficas; desde el Gran Paytiti, la Morada Sagrada, de las cumbres eternas y blancas hasta el mesianismo que esperaba el regreso de los dioses barbados al vaivén de las olas atlánticas; existe desde que ingresó la especie humana por las islas beríngeas, en el norte del continente, adquiriendo la fuerza cósmica del búfalo y la habilidad del águila, hasta el canto gutural de los selk’nam que adoraban las hogueras en la Tierra del Fuego para subir con el humo hasta sus dioses tutelares.
En todo eso está lo real maravilloso de este continente, está en la ancestralidad, está en la identidad.